Ademar Arthur Chioro dos Reis
La pandemia de COVID-19 ha puesto el mundo patas arriba. Ha causado, hasta junio de 2022, más de 538 millones de casos y 6,3 millones de muertes en todo el mundo. Se ha extendido durante esos dos años en oleadas epidémicas asíncronas, y probablemente -ésta es la percepción de los que estudian la enfermedad- seguirá afligiéndonos durante muchos meses, quizás años, hasta que se convierta en una enfermedad endémica. Gracias a los esfuerzos por desarrollar vacunas y aplicarlas en grandes contingentes de población, sus efectos empiezan a ser menos devastadores. Aunque es cada vez más infeccioso -expresión de la lucha del coronavirus por sobrevivir, siguiendo las leyes de la biología-, cada vez produce menos casos graves y mortales. Así, por fin, la vida empieza a recuperar lentamente un aire de normalidad, pero lo cierto es que la pandemia de COVID-19 no ha terminado.
El panorama sanitario internacional está marcado por la incertidumbre. Se han notificado nuevos casos de COVID en 113 países y muertes en 57. La Organización Mundial de la Salud no deja de advertir que la pandemia no ha terminado y que es necesario abordar la desigualdad y aumentar la cobertura de vacunación.
Esta situación en la que nos encontramos se debe, en gran medida, al incumplimiento de las medidas de prevención, a la suspensión anticipada del uso de mascarillas en ambientes cerrados y a la alta capacidad mutagénica del coronavirus. Nos preocupa, sobre todo, la baja cobertura de vacunación en muchas partes del mundo, que puede entenderse a partir de dos factores:
1) el negacionismo, en los lugares donde se dispone de la vacuna, una plaga que adquirió notoriedad con la pandemia y que se alimenta, además de la negación de la ciencia, de las fake news, del fanatismo religioso y político, que coquetean todo el tiempo con el fascismo;
2) de la brutal desigualdad en el acceso a las vacunas, después de todo, el 65% de la población mundial ha recibido al menos una dosis de la vacuna COVID-19, se han administrado más de 11.000 millones de dosis en todo el mundo, pero sólo el 17,8% de las personas de los países de bajos ingresos han recibido al menos una dosis de la vacuna.
La pandemia de COVID es una tragedia sanitaria sin precedentes, la mayor y más importante de los últimos 100 años, y ha producido pérdidas muy importantes. No habrá solución global si no se aborda esta desigualdad de acceso, o si cada país imagina que habrá una salida aislada.
Pretendo aquí, desde el punto de vista de la filosofía espiritista, reflexionar sobre el mundo que puede surgir cuando la pandemia haya terminado. No se trata de un ejercicio de futurología, sino de una reflexión basada en elementos que ya tenemos.
Cuando todo comenzó, en un contexto de pánico y conmoción, a principios de 2020, muchos creyeron que sería una inmensa oportunidad para producir un nuevo mundo. Escuché y leí a muchas personas serias indicar que de esta crisis surgió también una enorme posibilidad de producir avances en la perspectiva de un mundo mejor, de mirar e intervenir en los graves problemas a escala planetaria.
Los más fanáticos, incluidos los espiritistas religiosos, los esoteristas y los milenaristas, entre otras tribus, no tardaron en defender que había llegado el momento de la "Gran Renovación Planetaria". No faltaron los mensajes mediúmnicos (o atribuidos a espíritus), así como las manifestaciones de "médiums estrellas del pop" o en busca del estrellato, que se apresuraron a afirmar que los "Signos de los Tiempos habían sonado", que la Era de Acuario y otras tonterías por el estilo establecerían la separación de los justos, los buenos y los elegidos para vivir en una nueva Tierra, en una nueva y especial dimensión planetaria. Los que cayeron en masa por enfermedad fueron los que se mantuvieron apegados a la materia, a los vicios carnales, o por no haber aceptado a Jesús en sus corazones, tendrían que continuar sus viajes en otras moradas en los reinos del cielo, compatibles con su etapa de atraso espiritual…Una tontería. Más que eso, una perversidad, sobre todo en un momento en el que las familias estaban siendo diezmadas, en el que muchos perdían a sus seres queridos, sin tener siquiera la oportunidad de visitarlos, de darles un último adiós, de velar sus cuerpos, de despedirse de ellos... Una actitud que demuestra una total falta de empatía con quienes han vivido el dolor de la pérdida de sus seres queridos.
También fue un momento de muchas manifestaciones de solidaridad. Las empresas reservan recursos para apoyar a las comunidades necesitadas. Las entidades sociales se organizaron para recoger alimentos y otros bienes para donarlos a los necesitados. Sin embargo, dos años después, a pesar de que las condiciones socioeconómicas en el mundo están empeorando, especialmente para las poblaciones más vulnerables, la ayuda gubernamental, empresarial y de las organizaciones sociales es ya residual, se ha evaporado. Hace unos días vi un reportaje sobre las colas de personas hambrientas en comunidades muy desfavorecidas de Brasil, que se forman desde el amanecer en busca de alimentos básicos. La desilusión. El hambre hace estragos y ya no mueve a nadie. Los primeros impactos movilizadores de los mecanismos de solidaridad, desencadenados por la pandemia, ya se han desvanecido. La indiferencia ante la injusticia, la desigualdad y la falta de apoyo, problemas graves en gran parte del mundo, siguen siendo intocables.
Los miserables seguirán siendo invisibles. Los cuerpos pobres, negros y miserables son desechables. Utilizo aquí un neologismo creado por Achille Mbembe, un filósofo africano, que acuñó el término necropolítica para describir esta situación. Para él, la necropolítica es la capacidad de establecer parámetros en los que se legitima el sometimiento de la vida por la muerte. No sólo es dejar morir, también es hacer morir. En resumen, es el poder de dictar quién puede vivir y quién debe morir.
En Brasil, la esperanza de vida media se redujo en casi 3 años, la primera vez que esto ocurre en 75 años de registros demográficos realizados por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). Sin embargo, las muertes no se distribuyeron uniformemente en la sociedad, afectando de manera desigual a los pobres, a los negros y a los ancianos miserables.
La muerte de los jubilados fue incluso celebrada por algunos sectores, para los que este macabro panorama ayudaría a equiparar el déficit de las cuentas de la Seguridad Social. Una visión íntimamente compartida por algunos empresarios y gobernantes, dueños de compañías de seguros y empresas de planes de salud y pensiones privadas, que tenían "saneadas" sus carteras de ancianos y enfermos crónicos, siempre considerados como grandes gastadores, como dicen en un lenguaje grotesco e irrespetuoso.
Sí, se hicieron (y se siguen haciendo) cálculos económicos y políticos en muchos sectores, gubernamentales y empresariales, y por increíble que parezca, mucha gente se benefició y se seguirá beneficiando de la pandemia.
Esta dinámica necropolítica es la que predomina en el mundo actual, aunque en los países ricos del Norte sólo se presente como historias nauseabundas en los periódicos y en la televisión.
El enfrentamiento de la desigualdad social fue la agenda central del siglo XX, pero no se ha superado, salvo en algunos países centrales. Estos mismos países priorizan ahora la agenda del siglo XXI, la de la crisis climática y medioambiental, sin darse cuenta de que no habrá transición ecológica mientras no se suprima la pobreza y el hambre del Planeta. Por cierto, en este momento conviene recordar el brillante comentario de Kardec sobre lo "necesario y lo superfluo", contenido en la tercera parte de El libro de los espíritus:
"El límite entre lo necesario y lo superfluo no es nada absoluto. La civilización ha creado necesidades que no existen en el estado de salvajismo, y los Espíritus que dictaron estos preceptos no desean que el hombre civilizado viva como un salvaje. Todo es relativo y corresponde a la razón poner cada cosa en su sitio. La civilización desarrolla el sentido moral y, al mismo tiempo, el sentimiento de caridad que lleva a los hombres a apoyarse mutuamente. Los que viven a costa de las privaciones de los demás explotan los beneficios de la civilización en su propio beneficio; no tienen de la civilización más que el barniz, como hay personas que no tienen de la religión más que la apariencia."
Entre las escasas ganancias que aportó la pandemia -si es que es posible enumerar algo positivo de esta tragedia- se encuentran los avances científicos y tecnológicos que proporcionó. Un ejemplo de ello es la rapidez con la que los gobiernos, los institutos de investigación y las empresas privadas llegaron a la producción y distribución de vacunas para el COVID. El tiempo medio, hasta entonces, para que una nueva vacuna estuviera disponible era de más de 8 años. El más rápido disponible hasta entonces era de más de 4 años. En 8 meses se empezaron a aplicar las primeras dosis contra el COVID. Vale la pena reflexionar ahora: ¿tendrán los gobiernos y las empresas la misma agilidad y compromiso para afrontar las llamadas enfermedades olvidadas, que afectan a millones de personas en todo el mundo (como la malaria, la lepra y la esquistosomiasis, por ejemplo), pero que se concentran entre los pobres y los miserables, que están fuera del mercado? No hay manera de evitar considerar la necropolítica aquí, una vez más.
La pandemia también supuso un raro momento de reconocimiento de la importancia de los Sistemas Nacionales de Salud y de las redes de protección social para los pobres y los ancianos, que desde los años 80 han sido destruidos por la aplicación de las políticas neoliberales, dando al mercado lo que nunca podrá dar, la protección de la vida, porque tiene una lógica absolutamente diferente, centrada en el beneficio, aunque se disfrace de función social, que en este caso nunca se consigue.
La pandemia también demostró la necesidad de inversiones estatales que garanticen la renta, el empleo y la producción, desmontando la tesis sostenida por el Estado Mínimo. Incluso en los países capitalistas centrales, como Estados Unidos, el Reino Unido, Japón y Alemania, el Estado intervino para proteger la economía, los empleos y los ingresos. En los casos en los que esto no ocurrió, como es el caso de Brasil, la crisis se profundizó y la tragedia adquirió dimensiones inevitables, especialmente para los más vulnerables.
La pandemia fue un momento de reconocimiento y agradecimiento a los trabajadores de los servicios esenciales, que se exponían diariamente y no podían quedarse en casa, cuando todo el mundo se protegía esperando las vacunas. ¿Cuántos de nosotros seguimos, dos años después, mirando con el mismo respeto y afecto a los trabajadores de la salud, a los recolectores de basura, a los conductores de autobús y a los encargados de los supermercados? ¿Con verdadera gratitud y empatía? Es lamentable ver que estos trabajadores han vuelto invariablemente a la invisibilidad que les prestamos a diario, sin recibir el debido respeto y reconocimiento.
La pandemia produjo muchos otros cambios, algunos profundos, y que tendrán efectos permanentes, transformando sustancialmente las relaciones sociales a partir de ahora. Me refiero, por ejemplo, al mundo del trabajo, cuya cara más llamativa fue la adopción masiva del teletrabajo, que reconfigura no sólo los modos de producción, sino las relaciones laborales, provocando en muchos casos una enorme sobrecarga, sobre todo para las mujeres que siguen acumulando las funciones del hogar y la maternidad. Se trata de nuevos modos de relaciones laborales que borran los límites entre la vida privada y el trabajo, esclavizándonos sin que nos demos cuenta.
También se han producido cambios profundos en la educación y la formación, ya que además del grave compromiso del rendimiento escolar, ya medido en varios estudios, tenemos una generación de niños y jóvenes que no se han visto privados del carácter profundamente socializador que se produce en el entorno escolar, tan importante como las aportaciones de conocimientos y habilidades adquiridas en el proceso educativo. Recientemente he vivido dos situaciones que me han marcado profundamente. La primera, cuando observé a una niña de unos 18 meses, nacida en los primeros meses de la pandemia, salir por primera vez a la calle y descubrir que hay más gente en el mundo que sus padres o, tanteando con asombro a mi perra Lara, que los perros existen más allá de los dibujos y las películas que ve a diario en la televisión, la tablet o el móvil... Una escena sencilla, que todavía hoy no se me va de la retina, porque me instiga a reflexionar sobre el significado de todo esto en la formación de la personalidad de esta generación.
La otra escena, vivida con mis alumnos de tercer año de medicina, en febrero de 2022, cuando por fin conocieron a sus compañeros en persona, ya que la cancelación de las actividades presenciales comenzó antes de la primera semana de clases en 2020. Una fiesta, un alivio general, emocionante. Muchos confesaron, en la dinámica de integración que promoví, lo mucho que sufrieron, que tuvieron que buscar ayuda profesional para sus sufrimientos y angustias. Dos años de convivencia mediada por la pantalla del ordenador. Sin fiestas, juegos deportivos, citas y risas. Sin laboratorios reales, cadáveres, microscopios, ambulatorios y hospitales. Sin olores, sin tacto y sin alma. Mi hijo menor, también estudiante de tercer año de Medicina en otra universidad, vivió la misma situación. Los jóvenes, en la fase más significativa de su formación intelectual y profesional, encerrados en sus habitaciones, estudiando a distancia, pegados a la pantalla del ordenador. Como profesor durante más de 30 años y como padre, creo que esta no es la forma más adecuada de formar a los médicos ni a ninguna otra profesión.
También vivimos una época de desempleo, de empresas y emprendimientos frustrados, de sueños de toda una vida destruidos. Una época de aumento significativo de los índices de violencia doméstica contra las mujeres, los niños, los ancianos y las personas con discapacidad.
Además de los más de 6 millones de vidas perdidas, todavía tenemos que lidiar con las secuelas de la enfermedad -la llamada larga COVID-, sobre la que todavía hay muchas incertidumbres para la ciencia médica, que aún no puede indicar con claridad todas las repercusiones y retos que se avecinan.
Otro grave problema, ya ampliamente registrado por las autoridades y las investigaciones científicas, entre ellas la que he realizado en la Universidad Federal de São Paulo, indica que hay un empeoramiento de las condiciones de salud derivado del abandono o el aplazamiento de los tratamientos y las cirugías, debido a los retrasos en el diagnóstico. Los médicos de todo el mundo se asombran, por ejemplo, de la cantidad de casos de cáncer en estado avanzado que llegan cada día a sus consultas, o de las personas que tienen sus enfermedades cardiovasculares gravemente descompensadas, y que se han quedado en casa durante dos años protegiéndose del COVID.
Los impactos de la pandemia en la salud mental también están siendo importantes, en todos los grupos de edad y sin distinción de género. Son ya una evidencia científica, ampliamente percibida de forma empírica en los servicios de salud mental y en las abarrotadas consultas de psiquiatras y psicólogos de todo el mundo. Vivimos una verdadera epidemia de trastornos mentales - leves, moderados y graves - que se manifiestan como trastornos de ansiedad, depresión, Burnout en el caso de los trabajadores (en particular los sanitarios y los sepultureros). También existe una grave relación con el abuso de alcohol y drogas, incluidas las psicoactivas, que han aumentado considerablemente.
El "Diccionario de la estupidez humana" registra otro episodio inaceptable y deplorable, no relacionado directamente con la COVID: la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Apenas hemos empezado a salir de la pandemia y nos vemos acosados por un conflicto bélico que tiene repercusiones planetarias. Si esta guerra sería injustificable en cualquier momento, en este momento en particular, cuando el mundo es muy frágil y necesita recuperarse de la pandemia, las repercusiones son aún más graves.
Todo se retransmite en directo, se sigue con avidez y ansiedad, todo el tiempo, en tiempo real, desde el inicio de la epidemia en China, en Wuhan, su progresión por los países como una ola, hasta las muertes y la destrucción masiva en Ucrania, retransmitidas como si fueran un mero videojuego.
A partir de este panorama desafiante, sombrío y en cierto modo inquietante, comenzamos a reflexionar sobre las aportaciones del espiritismo al mundo post Covid.
La Ley de la Evolución, uno de los paradigmas fundamentales de la filosofía espiritista, nos lleva a una comprensión esperanzadora y optimista del futuro. La obra de Kardec, sin embargo, así como la de casi todos sus continuadores, está profundamente influenciada por el positivismo, que profesa, casi ingenuamente y sin crítica, la "llegada de los nuevos tiempos", que pronto se produciría. En esta concepción, de la que todavía estamos profundamente impregnados, en particular porque todavía tendemos a leer las obras de Kardec con los lentes del siglo XIX, sin una perspectiva progresista, la Tierra se transformaría pronto inexorablemente en un mundo de regeneración. Por parte de Kardec una visión absolutamente comprensible, por el contexto en el que vivió. En realidad, una postura común a los pensadores de su época, que tenían una concepción utópica de la historia. Para ellos, la primacía de la ciencia se impondría sobre la ignorancia (incluida la auspiciada por la Iglesia). La "Ilustración" sería el motor de una nueva sociedad, de un hombre nuevo. Hasta que llegó el siglo XX, y con él las dos grandes guerras mundiales, y la barbarie se impuso. Sólo en la Segunda Guerra Mundial, no menos cruel y violenta, seis millones de judíos fueron asesinados en los campos de concentración nazis. Vale la pena recordar, un número similar al de las vidas perdidas hasta ahora por el COVID. Quedó claro, para desencanto de filósofos y pensadores, que la Ilustración por sí sola no sería suficiente para construir un mundo de regeneración...
Es fundamental, por tanto, retomar una perspectiva dialéctica de la Evolución, como propone M. Porteiro, tal y como ha defendido brillantemente el líder e intelectual espiritista Jon Aizpúrua.
La evolución de la humanidad, tanto de las personas, en una perspectiva individual, como de la sociedad, definitivamente no ocurre en el "modo superhombre", hacia arriba y hacia adelante, como se ha consolidado pensar en las huestes espiritualistas. Está hecha de idas y venidas, de encuentros y desencuentros, de avances y retrocesos, de ganancias y pérdidas. Y, en el curso de estas polaridades, a través de muchas etapas intermedias. Sólo cuando se analiza la "tendencia secular", es decir, el proceso evolutivo a lo largo de un periodo largo, a veces incluso de siglos, se puede ver que hay progreso y que la evolución está en marcha.
Si desde el punto de vista histórico esto no es una novedad, ya que varias otras cosmovisiones lo entienden así, como la historia desde una perspectiva marxista, la "novedad" que aporta la filosofía espiritista a esta discusión se sustenta en dos postulados, la inmortalidad del alma y la ley de la palingenesia, que conectan a los actores responsables de las idas y venidas de la historia en este devenir, lo que tiene sentido en la medida en que somos co-constructores de nuestro proceso evolutivo, como nos recuerda el filósofo J. H. Pires. H. Pires, de las experiencias de reencarnaciónes múltiples.
Sí, el futuro es angustioso e incierto. Los proyectos de vida se vieron interrumpidos por la pandemia y las pérdidas personales fueron inmensas. La crisis económica golpeó duramente a la población en la mayoría de los países. Muchos abandonaron sus estudios, perdieron sus trabajos y se empobrecieron. Otros que sobrevivieron a la enfermedad siguen lidiando con sus complicaciones y han visto comprometida su fuerza física, requiriendo cuidados permanentes. Es ante estas adversidades que estamos convocados a resistir, a impactar, a luchar, a enfrentarnos... El mundo es un lugar donde se puede y se debe buscar el placer, la felicidad, la tranquilidad y la paz. Pero también es un campo de tormentas, dolor, sufrimiento, limitaciones e injusticias. Todos estos son componentes de la vida. De hecho, esto es lo que nos diferencia de una existencia meramente biológica. Somos espíritus inmortales. Tenemos una dimensión espiritual, sensorial, afectiva y cognitiva que nos impulsa más allá de la existencia corpórea, que sobrevive a la muerte del cuerpo físico, que ya preexistía y seguirá existiendo, incluso después de la ruptura de los lazos que unen el espíritu al cuerpo.
Sólo así, inmersos en este contexto -caótico, imperfecto, lleno de contradicciones y desafíos- podremos cumplir nuestro diseño evolutivo. El espíritu progresa en la medida de sus posibilidades, a través de la experiencia, de la vivencia concreta, del contacto con los demás, de enfrentarse a los problemas y buscar formas de resolverlos. Así se produce el proceso de evolución intelectual y moral que nos permite perseguir y encontrar, tras varias existencias, la felicidad y la paz, la serenidad y la comprensión. Ahora bien, esto sólo es posible centrándose en la realidad en la que estamos insertos. Afrontar, con valor, resignación y determinación, los retos que nos impone la vida.
La filosofía espiritista nos insta a ejercer la ciudadanía, a construir un mundo sin desigualdades ni injusticias, libre y democrático, con oportunidades para todos. Nos llama a cuidar, a acoger, a ejercer la solidaridad. No porque anhelemos conquistar un lugar especial en una "colonia espiritual", sino porque hacer el bien, ayudar, proteger a los indefensos, luchar por la preservación del medio ambiente, por la mejora de las leyes humanas, por la democracia y la libertad, por el respeto a las diferencias, es bueno para el alma.
Enfrentarse a la muerte de seres queridos ha sido angustioso para muchos, especialmente para aquellos que han experimentado el aislamiento, el miedo a la muerte y han perdido a familiares y amigos. Las dudas sobre lo que ocurre después de la desencarnación, el destino de los seres queridos que han partido, sobre la vida en el mundo de los espíritus y otros temas sobre los que la filosofía espiritista tiene una enorme contribución que hacer a la sociedad, hacen que las organizaciones espiritistas estén llamadas a desempeñar un papel esencial en este momento de crisis existencial.
La forma en que la sociedad ha llegado a vivir la muerte en las últimas décadas ha sido un desastre. Es algo de lo que no se habla, no se comenta. Es un tema prohibido para los niños e incluso en las facultades de medicina, donde se reflexiona poco sobre lo que parece no formar parte de nuestro trabajo. La vida carnal se prolonga progresivamente y la muerte está cada vez más mediada por equipos, en unidades de cuidados intensivos y pabellones, donde el inevitable desenlace se prolonga durante semanas y a veces meses, sin que el moribundo pueda compartir sus últimos días e incluso despedirse dignamente de sus seres queridos. La muerte es cada vez más aséptica, distante, un tema fuera de la agenda.
La pandemia nos ha traído una sobredosis de muerte. Una bofetada en la cara. Reveló lo absolutamente poco preparados que estábamos para vivir con ello. Sufrimos por las pérdidas, pero aún más por no saber cómo afrontarlas. Y, por supuesto, el miedo a la propia muerte, ya que ésta es una característica fundamental que diferencia a los seres racionales, que sólo se dan cuenta de que pueden y van a morir cuando experimentan la muerte de otros. Y lo vivimos como nunca en tiempos de pandemia.
Los preceptos filosóficos espiritistas, como la inmortalidad del alma, la evolución infinita y la reencarnación, liberados de una visión punitiva y condenatoria, es decir, en una perspectiva laica, librepensadora y progresista, pueden contribuir a una educación consoladora y productiva "para" y "sobre" la muerte.
Sí, morimos, pero esto no significa el fin. Lo que decae es el cuerpo físico. Al igual que un velero que se aleja de la costa y desaparece tras convertirse en un mero puente en el horizonte, el ser que se desencarna sigue existiendo. El ser que amamos y partió sigue siendo el mismo, sus conquistas persisten, al igual que el velero, al llegar a otro puerto, llevando consigo su carga y su tripulación, sigue siendo el mismo, aunque no sea visible para los del puerto de origen. Nada se pierde, excepto el cuerpo físico, que ya no es necesario. La muerte no lo hace mejor ni peor. Llega a un nuevo destino, llevándose las adquisiciones hechas en vida. Pero lo que se lleva de cada vida no son títulos, honores, posesiones y riquezas materiales. Fundamentalmente, son los vicios y las virtudes, los afectos y los disgustos.
Y más, al mismo tiempo que nos quedamos aquí, llorando la muerte de los difuntos, lamentándonos y entristeciéndonos por nuestras pérdidas, hay quienes allí, en el "otro puerto", lloran de felicidad por el reencuentro, porque así es la vida, hecha de encuentros y despedidas, idas y venidas.
El ejercicio cuidadoso de la mediumnidad también puede ser una fuente de conocimiento y apoyo espiritual para los que tanto sufren en este momento (encarnados y desencarnados). Saber que nuestros seres queridos continúan su camino, acogidos por otros que se han ido antes, es una visión profundamente esperanzadora, terapéutica y revolucionaria, ya que también nos da la perspectiva de que la muerte no será el final para nosotros.
Las organizaciones espiritistas pueden desempeñar un papel importante, convirtiéndose en un refugio seguro para las almas que sufren (encarnadas y desencarnadas), que las acogen, las escuchan y las dejan hablar. Sin ninguna perspectiva de hacer proselitismo o atraer a nuevos adeptos. Sino por el compromiso y el cumplimiento de una función social esencial de apoyo, acogida, soporte afectivo, energético y espiritual a los que sufren, según sus necesidades.
En el grupo al que pertenezco, el Centro Espírita Allan Kardec, de Santos-SP (Brasil), hemos intentado, desde el inicio de la pandemia, apuntar bajo esta perspectiva. Nuestras conferencias virtuales estaban así dirigidas. La progresiva reanudación de los trabajos presenciales, ya que el público sigue siendo escaso, indica que un número importante de personas busca con ahínco respuestas a lo que les ocurrió, a sus pérdidas, buscan saber dónde fueron sus seres queridos, el sentido de la vida. Algunos se quedan. Otros se dan cuenta rápidamente de que lo que podemos ofrecerles -conocimiento, afecto, energía y cariño- no es suficiente, no basta para aplacar su dolor y su vacío existencial.
Por otro lado, hay otras organizaciones espiritistas que se llenan, cada día, de una amplia oferta de pases y aguas fluidas. No ofrecen la oportunidad de estudiar el espiritismo. Como mucho, se limitan a unos minutos de predicación evangélica. No los condeno. Cumplen un papel en sintonía con las perspectivas y anhelos de muchos que los buscan. Pero pierden una excelente oportunidad de ofrecer lo que realmente podría transformar y dar sentido a la vida de quienes los buscan: los preceptos filosóficos espiritistas.
El tiempo exige solidaridad y voluntad de acoger a quienes se interesan por comprender el destino del ser, por compartir la visión espiritista del hombre y del mundo. Sin la pretensión de dar respuestas a todo. De pensar que los que se han ido lo han hecho por expiar faltas pasadas u otras ilusiones que sólo estorban.
El espiritismo, además de ser un mensaje consolador, si se entiende desde una concepción laica, librepensadora, progresista y kardecista, produce una perspectiva de futuro generosa, amplia y profundamente esperanzadora. Esta es, en esencia, la contribución más importante del espiritismo al mundo post-pandémico.