jon azpuruaJon Aizpúrua

Ex-presidente de CEPA (1993/2000) y actual Asesor de Relaciones Internacionales

Está en marcha un acelerado proceso de degradación ambiental que compromete la vida futura de los humanos y de las otras especies que ocupan nuestro planeta. Decirlo no constituye una visión catastrofista, pero sí un poderoso y urgente llamado de atención. Están ocurriendo muchos fenómenos en el mundo que desmejoran la calidad de vida y que la ignorancia o los intereses creados impiden relacionar con la pérdida del equilibrio ecológico.

El paradigma economicista-tecnológico prevaleciente está demostrando que es inestable de dos maneras. La primera se pone de manifiesto en el agotamiento de algunos recursos naturales, de origen mineral y vegetal, el agua en determinadas regiones, los bosques tropicales o la extinción de ciertos animales. Y en segundo término, por vía de la sobresaturación de servicios ecológicos indispensables. Tal es el caso de la capacidad de asimilación de los ecosistemas para filtrar las aguas ya utilizadas en actividades industriales, o para limpiar la atmósfera y evitar la destrucción de la capa de ozono, o para frenar la alteración del sistema climático desencadenada por los patrones de generación y consumo energético.

En ninguna otra época de la evolución del planeta el hombre ha ejercido una acción tan profundamente modificatoria del equilibrio natural como en los siglos transcurridos desde el inicio de la Revolución Industrial. La ocupación e intervención de extensas zonas geográficas que han dañado amplios hábitat de fauna y flora, causando la extinción o poniendo en riesgo la supervivencia de numerosas especies; el desarrollo y empleo de tecnologías altamente contaminantes del ambiente; el aprovechamiento indiscriminado de todo tipo de recursos; los patrones de consumo dispendiosos y la generación de desechos que amenazan inundar las ciudades y contaminar mares y ríos, así como el acelerado crecimiento de la población del planeta sin planificación ni garantías de una vida digna para todos, son –entre muchos otros factores- los responsables del deterioro de la Tierra.

Se sabe que si no se controlan las emisiones, la superación de umbrales predeterminados en cuanto a la concentración de gases de efecto invernadero desencadenará una amplia gama de impactos, que pueden ser muy dañinos, tales como la desaparición de extensos ecosistemas, la alteración de patrones climáticos con incidencia sobre las actividades agrícolas, la ocurrencia de eventos meteorológicos extremos con considerable pérdida de vidas humanas y materiales, la facilitación para que ciertos vectores de enfermedades transmisibles amplíen su radio de acción; todo esto agravado por un tipo de contaminación mucho más peligroso y del que poco se habla como es la contaminación radioactiva; sin dejar de lado el aumento de las temperaturas en la superficie del planeta y la elevación del nivel de los mares y océanos, con la secuela de calamidades biológicas y sociales que provocan como consecuencias directas e indirectas.

Una vez registradas, en esta apretada síntesis, las diversas manifestaciones de la crisis ecológica global, corresponde que nos preguntemos en tanto que espíritas, si la doctrina kardecista posee una visión coherente y actual acerca de este delicado asunto y si puede ofrecer algunas orientaciones concretas y viables para contribuir a la búsqueda de una solución efectiva en favor de la humanidad, de su presente y de su porvenir. Según nuestro parecer, el pensamiento espírita, en sus vertientes científicas, filosóficas, sociológicas y morales, integradas en un espiritualismo racionalista, humanista y fraterno, se halla en condiciones de presentar un bien estructurado conjunto de argumentos y propuestas que coadyuven a la corrección de los severos desequilibrios que han sido señalados y propendan a una integración armoniosa entre el hombre, la vida y la naturaleza.

Por supuesto, el espiritismo se suma a las voces y reclamos de cualquier signo y procedencia que llaman la atención sobre la necesidad de tomar seriamente en cuenta los principios de la conservación de la naturaleza y de la vida cuando se planifican políticas públicas. Son demandas justas que se hacen a los gobiernos de todos los países, con énfasis especial a los más poderosos, para que adopten medidas radicales que puedan frenar el progresivo deterioro del medio ambiente, aunque lamentablemente no son debidamente atendidas. Igualmente, el espiritismo simpatiza y se suma a las campañas internacionales impulsadas por ONGs, o por movimientos nacidos espontáneamente como el que toma como símbolo a la estudiante sueca Greta Thunberg y que suelen autodenominarse “la generación del plástico”, que reclaman a los gobernantes de todo el mundo acciones inmediatas y efectivas para salvar al planeta.

Sin embargo, es necesario ir a la raíz del problema, y para conseguirlo hay que centrarse en la consciencia, factor esencial que revela el grado evolutivo del espíritu y del cual depende, por lo tanto, la orientación del comportamiento, individual y social. Solo insistiendo en la educación de la consciencia, tanto en la dimensión moral como en la intelectual, podrá la humanidad dar un vuelco definitivo a esta delicada cuestión y transitar por un sendero de auténtico progreso.

Así las cosas, resulta indispensable, impostergable y urgente que se eleve la conscienciación, basada en hechos científicos además de fundamentales consideraciones éticas, acerca de lo avanzado que está el proceso de degradación ambiental, y se presione a todos los sectores que controlan los poderes fácticos en el mundo para que se produzca un cambio sustancial en el paradigma imperante de corte economicista-tecnológico, regido por patrones de consumismo desenfrenado, competencia feroz y destrucción de la biodiversidad, por un modelo alternativo orientado hacia el consumo sano y equilibrado, en el marco de relaciones sociales marcadas por la fraternidad, la solidaridad y la convivencia, y que tienda al respeto y cuidado de la naturaleza, de su flora y de su fauna.

Educar la consciencia, significa la progresiva transformación del individuo, para lograr que avance hacia la superación del egoísmo, tendencia negativa determinada por un desmedido interés personal, que ha de ser reemplazada por una conducta altruista, favorecedora del bien ajeno aun por encima del propio. Con sobrada razón, Kardec y los espíritus que le asesoraron en la tarea fundacional del espiritismo, consideraron al egoísmo como “el más radical de los vicios, del cual nacen todos los males que afligen al ser humano”, y a su vencimiento empeñaron todo su aliento moral. Superar el egoísmo como actitud vital implica erradicar los cálculos inmediatistas o la indiferencia y asumir una vigorosa posición transformadora y constructiva ante las crecientes manifestaciones de la crisis ecológica. Implica, asimismo, el entendimiento de que el hombre es administrador de la naturaleza, no su explotador. Aquí conviene recordar una frase célebre del filósofo y político inglés Francis Bacon que aparece en su novela Nova Atlantis, en la que proyectó un Estado utópico científicamente organizado, en los tempranos años del siglo XVIII: “A la naturaleza se la domina, obedeciéndola”.

A la luz del espiritismo, se pueden ampliar los horizontes de la ecología, transitando más allá de la concepción física y ambientalista, hacia una visión holística que identifique al ser humano como un ente bio-psico-socio-espiritual, como un espíritu encarnado inmerso en un eterno proceso evolutivo, que realiza sus aprendizajes en numerosas existencias. Considerado como entidad psíquica, también influye en su entorno mediante sus pensamientos y manifestaciones, y puede generar ambientes positivos impregnados de amor y buenas vibraciones, pero también puede generar atmósferas cargadas de pesadas vibraciones, desencadenadas por sentimientos de odio, envidia, venganza, orgullo u otras demostraciones de inferioridad mental. Todo esto, en directa correlación con la condición evolutiva del espíritu, encarnado o desencarnado. Hay contaminación física igual que mental o emocional, por lo que, desde la perspectiva espírita, el campo de la ecología puede ensancharse notablemente.

CEPA –Asociación Espírita Internacional- está ya anunciando la celebración de su XXIII Congreso, en Salou, España, entre el 9 y el 12 de octubre de 2020, el cual presenta como lema central una fascinante invitación a reflexionar sobre un asunto crucial: EL ESPIRITISMO ANTE LOS DESAFÍOS HUMANOS. Entre estos desafíos, el ecológico reviste una extraordinaria relevancia, como hemos tratado de puntualizar en este apunte, a modo de editorial. Hay otros retos para el ser humano de nuestro tiempo, también muy pertinentes y oportunos, que serán abordados con criterio, sensatez y ánimo constructivo, siempre aprovechando el extraordinario repertorio conceptual y ético proporcionado por la doctrina kardecista, entre los cuales nos permitimos asomar: el desafío de la educación, el desafío de la paz, el desafío de la libertad, el desafío democrático, el desafío de la equidad, el desafío de la justicia, el desafío científico y tecnológico, el desafío económico, el desafío humanista, el desafío espiritualista, y en el más amplio de los significados, el desafío del amor.

El espiritismo tiene mucho que decir y ofrecer, sobre todo si es asumido como una filosofía libre y abierta, concebida para el despertar de la consciencia.

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