José Arroyo
Vicepresidente Regional de CEPA para Centroamérica y el Caribe
La Palabra de CEPA
Para muchos de nosotros sonará familiar la frase “recoge tu cuarto”. Sea porque la recordamos de nuestra niñez y adolescencia o porque la hemos utilizado en los años de niñez y adolescencia de otros. Parte de la premisa de que hay desorden en la habitación, se crea la expectativa de que haya orden y se le impone a la persona encargada de ese espacio que comprenda lo que se espera. Posiblemente has ido a ver el fruto de haber “recogido el cuarto” y encontrar cosas amontonadas en otro lugar, apiñadas en una esquina o simplemente desplazadas con igual desarreglo de un lugar de la habitación a otra.
Esta cotidiana escena para muchos nos puede servir de gran enseñanza sobre la vida propia y la vida en sociedad, así como el por qué, a veces, repetir “amar al prójimo como a sí mismo” no es suficiente para algunos.
La persona que generó el desorden se siente dueña de ese espacio. Lo arregla y desarregla a su gusto. Podría ser que lo que otros ven como desorden sea una manera distinta de dejar accesibles sus pertenencias. Lo que es orden para unos es visto como desorden por otros. La expectativa del otro, de que se sobrentienda lo que implica el orden esperado, es fuente de frustración y exasperación para algunos adultos. Lo que yo esperaba no se encontró con el resultado obtenido. Pero desde la otra perspectiva, desde la de quien recibió la orden de recoger, lo que parecía práctico y al alcance, fue efectivamente reubicado para que no estorbara. Se cumplió con lo mejor que comprendió. Si analizamos esta escena desde la distancia y objetivamente, procurando explorar ambas perspectivas, ambos estaban en lo correcto y no había intención dañina, malevolencia o deseos de incomodar en ninguna de las dos acciones, la de exigir orden y la de ordenar de alguna manera.
Si la comunicación fuese efectiva y asertiva, todo quedaría claro y se evitarían los malentendidos o interpretaciones parciales.
Muchos individuos pasan la vida pensando que decir y repetir palabras o frases nobles se traducen de igual manera para todos y son interpretadas de manera universal. No es así.
El contexto, la intención y la clara indicación de lo que se espera y significa pueden ayudar a comunicar mensajes que sí sean claramente comprendidos.
Pensar que toda persona que abraza una creencia, una fe o una espiritualidad de forma particular entiende todo de manera clara, crea una falsa expectativa. Lo vemos a diario.
Todos los individuos que se mueven en un contexto cultural de influencia judeocristiana están familiarizados con la frase “amar al prójimo como a sí mismo”; pero esta se presta a múltiples interpretaciones por sí sola.
Un grupo de individuos piensan que la mujer no debe ocupar el mismo sitial que el hombre en su congregación. Esta no puede predicar dentro del salón de culto, pero sí fuera de él. Aceptan que el hombre es la cabeza de la familia y la mujer debe obediencia. No solo lo ven así los hombres de esa fe, sino que las mujeres de dicho culto así lo aceptan. En fin, ellos están “amando al prójimo como a sí mismos”, porque no están agrediendo, amedrentando o menospreciando a la mujer según su perspectiva, sino que le están dando un sitial distinto y protegiéndola para que sea dedicada en otras tareas. Estas personas, están cumpliendo con el amar al prójimo como a sí mismos, de manera literal desde su visión pero no de manera equitativa y amplia.
En otro ejemplo, los seguidores de cierta secta entienden que el mundo entero debía ser convertido a sus ideas. Crearon misiones mundiales y salieron a convencer a todos. Envían a sus jóvenes a países lejos de su hogar para que ayuden a las personas que puedan, acompañen a los ancianos solitarios en sus hogares y estudien junto a ellos sus libros sagrados, con el fin ulterior de convencerles de que su camino es el correcto.
No obstante, los individuos que tuviesen un color de piel que no fuese claro, blanquecino o puro, eran los herederos de una maldición divina y no podrían aspirar a posiciones, lugares o voz y voto en la administración de dicha iglesia. Claro está, todo esto cambió cuando súbitamente sus filas de seguidores eran mayoritariamente de tez oscura y una “revelación divina” les indicó que se debía reinterpretar el texto sagrado y su doctrina. Todas estas personas estaban amando al prójimo, pero actuaban con prejuicio, segregación y discrimen.
Así como estos dos ejemplos de la vida real, podríamos citar muchísimos de los que conocemos en el amplio y escabroso campo de la fe y la creencia. Amar al prójimo como a sí mismo no es un comando acompañado de instrucciones claras, porque está sujeto a la interpretación, la justificación y la conveniencia de quienes lideran y quienes ciegamente siguen. Si cuando hablamos de amar al prójimo no incluimos conceptos como equidad, igualdad, inclusión, respeto, desinterés, justicia, educación, libertad, pluralismo, alteridad, oportunidad, homoafectividad, desarrollo y responsabilidad, no estamos hablando el mismo idioma.
En una realidad en la que las palabras predominan sobre el pensamiento que las genera; en una encarnación donde las palabras pueden ser hábilmente manejadas para llevar un significado distinto; en una etapa transitoria en la que las palabras pueden ser acomodadas a nuestra conveniencia, es innegable la necesidad de explicar, ampliar, abundar y ser concisos en lo que se pretende comunicar. “…Las creencias reprobables son aquellas que arrastran al mal”, se nos indica en la pregunta 838 de El Libro de los Espíritus. Si llevar a las personas a perpetuar actitudes machistas, excluyentes, racistas, clasistas, xenofóbicas, homofóbicas y discriminatorias no es arrastrarlas al mal, entonces no hemos comprendido nada de lo que es el mensaje espiritista.
Por eso, amar al prójimo como a sí mismo será suficiente, solo cuando tengamos en perspectiva todo lo que ello implica para bien absoluto de otros, así como para el propio.