Jon Aizpúrua
Ex-presidente de CEPA (1993/2000) y actual Asesor de Relaciones Internacionales

Se denomina laicidad a una concepción de la vida en la que se aboga por la ausencia de religión oficial en la dirección de los Estados, y por laicismo se entiende al movimiento histórico que reivindica la implantación de la laicidad.

Sobre la base de sus fundamentos humanistas, sociológicos y morales, se asume que la laicidad establece un vínculo común entre las personas y facilita el que ellas convivan respetuosa y cordialmente, procesando sus diferentes opiniones en un ámbito civilizado, de libertad e igualdad. Los principios laicos de libertad de conciencia, de pensamiento, de expresión y de organización; la igualdad de derechos y obligaciones, así como la justicia social, constituyen la esencia misma del sistema democrático.

Conviene advertir que un Estado laico, y por lo tanto, aconfesional, no significa que sea antirreligioso o ateo. Toda creencia religiosa es respetable y debe siempre garantizarse a sus adeptos el derecho de vivirla íntimamente, compartirla con quienes se desea y difundirla sin restricciones. Diferente es el clericalismo, y sus pretensiones de gozar de privilegios especiales en el ámbito social, situarse por encima o al margen de la normativa civil o jurídica, o imponer criterios teológicos en asuntos morales, científicos o educativos.

Afortunadamente, una porción considerable de la humanidad ha evolucionado hacia una concepción laica que coloca en sus justos términos la relación entre el mundo civil y el religioso, los Estados y las Iglesias. En el mundo occidental, con mayor fuerza, se vive cada vez más en una sociedad postcristiana. Este tipo de sociedad se inició en Europa a partir del Renacimiento, se convirtió en un proyecto con la Ilustración, se generalizó a las masas cristianas en la segunda mitad del siglo XX y se fue extendiendo hacia América y hacia otros países influenciados por la cultura occidental. Desde un punto de vista sociológico, no tanto religioso, estas sociedades pueden calificarse de postcristianas, lo cual quiere decir que la cosmovisión basada en el cristianismo, alrededor de la cual giró la vida individual y social durante siglos, va dejando de ser su columna vertebral. Ese cambio progresivo de cosmovisión en la tradición cristiana occidental se fue manifestando en muchas expresiones culturales que están siendo transformadas o abandonadas:

Las fiestas religiosas determinaban el calendario civil y laboral. Ahora se han eliminado la mayoría de ellas, aunque siguen siendo muy importantes la Navidad y la Semana Santa, no tanto en sentido religioso, sino más bien como ocasión de vivir en familia y oportunidad para las vacaciones en los campos y las playas. Lo mismo ha ocurrido con las fiestas patronales de las localidades pequeñas, que estaban dedicadas a un santo y que ahora son apenas el motivo para celebraciones civiles y folklóricas.

Los nombres que los padres asignaban a los hijos estaban tomados del calendario cristiano. Ahora se les ponen nombres inventados surgidos de combinaciones originales, muchas veces extrañas e incluso impronunciables.

Muchas manifestaciones públicas como procesiones, romerías o peregrinaciones, se han ido despojando de su original sentido religioso y se van convirtiendo en fiestas folklóricas y populares, que suelen ser aprovechadas por los líderes políticos para promocionar su imagen personal con fines electorales.

  • En muchos países de la órbita cristiana, el registro eclesiástico de bautizos y matrimonios era utilizado por los Estados como registro civil. Hace mucho tiempo que ambos registros obedecen a propósitos diferentes y solo el civil es obligatorio y posee efectos legales.

  • Los signos religiosos cristianos, como el crucifijo o el juramento por la Biblia, eran frecuentes en el ámbito público como escuelas y edificios de gobierno. Cada vez más se impone la tendencia a suprimir cualquier exhibición religiosa pública, y disminuye la asistencia de las autoridades civiles a los actos religiosos, reservándose nada más que para aquellos que son de especial solemnidad.

  • La moral establecida por los cultos cristianos imponía las reglas para el comportamiento de los ciudadanos. Actualmente se discuten, se cuestionan o se rechazan muchos de esos criterios y comportamientos, especialmente en el ámbito de la sexualidad y de la legítima diversidad de opciones que cada persona tiene derecho a elegir sin ser discriminada o estigmatizada.

  • El lenguaje religioso ha perdido actualidad, pertinencia y relevancia social. Palabras y expresiones como pecado, cielo e infierno, salvación, culpa, penas eternas, castigos divinos, etc. han ido desapareciendo del lenguaje corriente y circunscribiéndose a los actos de culto.

  • En materia educativa pública, ya no se discute la primordial competencia del Estado, quedando reservada la enseñanza de la religión al ámbito familiar y de las organizaciones eclesiásticas.

  • “Creyentes pero no practicantes” se declaran muchos hoy en día. Este es otro rasgo de la sociedad postcristiana que merece atención. Se expresa de muchas formas: “Yo creo en Dios, pero no en los sacerdotes”, “yo me confieso directamente con Dios, no con un hombre”, “la Iglesia coarta mi libertad”, etc. En estas y otras manifestaciones se refleja una especie de alergia o rechazo a las instituciones eclesiásticas.

  • Otro rasgo importante de la sociedad postcristiana es la separación entre confesión religiosa y organización política y social. La libertad de cultos se ha impuesto en los países modernos, y como consecuencia, el catolicismo y otras religiones cristianas dejan de gozar de privilegios y prebendas por parte de un Estado que se declara laico. Un gobernante, incluso todos los miembros de su gobierno, pueden ser creyentes, pero su fe es un asunto personal y no la pueden imponer al resto de la sociedad.

Como es bien sabido, el espiritismo, desde sus inicios, a partir del acto fundacional que significó la aparición de El Libro de los Espíritus en 1857, enarboló la bandera del laicismo, resaltando el valor irrenunciable de la libertad que permite a cada ser humano ordenar sus creencias en materia de religión, de fe, de trascendencia, conforme a los dictados de su razón y sin temor a ser condenado, castigado, anatemizado o perseguido.

Claro está que el laicismo en el que se inscribe el espiritismo posee una base inequívocamente espiritualista. Muy distanciado de un laicismo materialista y ateo que promueve la indiferencia frente a las preguntas radicales de la existencia humana: su origen y destino, así como su referencia centrada en una explicación exclusivamente física, química, biológica, psicológica o sociológica de la vida y la muerte, el espiritismo reafirma el reconocimiento de la existencia de Dios como inteligencia suprema y causa primera de todas las cosas; del espíritu como entidad psíquica trascendente que preexiste al nacimiento y sobrevive después del fallecimiento; del proceso evolutivo ascendente del espíritu que se verifica en innumerables y sucesivas existencias; de la incesante comunicación entre desencarnados y encarnados por diversidad de medios; y deriva de estos principios una cosmovisión humanista y progresista que convoca a la transformación personal y social, en el marco de los más elevados principios éticos.

Invitando a la comprensión del sentido espiritual de la vida, insistiendo en el respeto pleno a la libertad de las personas y de los pueblos, y sustentado en la razón y en la ciencia, el espiritismo impulsa una espiritualidad laica, equidistante del escepticismo desesperanzador del materialismo y del dogmatismo sectario y ajeno a la ciencia y la racionalidad de las teologías. Una espiritualidad abierta y tolerante, que, sobre la base de principios universales, promueva una cultura de entendimiento, convivencia, armonía, generosidad, solidaridad y fraternidad:

  • Una cultura de respeto por la vida en todas sus formas.

  • Una cultura que garantice el ejercicio de la libertad de pensamiento, conciencia, y creencia.

  • Una cultura de no violencia que promueva el encuentro y la solución pacífica de las controversias.

  • Una cultura de la solidaridad que impulse la creación y consolidación de un orden mundial justo, en el que se borren las ignominiosas diferencias entre privilegiados y desheredados.

  • Una cultura de la verdad en el plano de la trasmisión de la información y el conocimiento, que erradique la mentira.

  • Una cultura de la igualdad entre los pueblos, las nacionalidades, las etnias o identidades sexuales, donde no haya cabida para la discriminación.

  • Una cultura del trabajo, reconocido como instrumento fundamental de la riqueza social, y que ha de ser debidamente remunerado en un ambiente de relaciones justas y honestas entre empresarios y trabajadores.

  • Una cultura que promueva el funcionamiento democrático en el ejercicio político de las naciones, sustentada en el sufragio libre y transparente, y que erradique toda suerte de regímenes autoritarios o tiránicos, con independencia del signo ideológico con que se identifican.

Conceptos como estos, y muchos otros que se pueden agregar, integran lo que denominamos una espiritualidad ética de orientación espírita sustentada en la cultura del amor, y traducen en términos concretos y actuales la propuesta central de Allan Kardec y de los espíritus sabios que le asesoraron, respecto a la marcha evolutiva de la humanidad hacia un horizonte superior que se definió como “un mundo de regeneración moral y social”.

Hace muy bien nuestra Asociación Espírita Internacional CEPA, en conceptualizar al espiritismo como una visión laica, humanista, librepensadora, plural y progresista, porque ella atiende cabalmente al modelo de espiritismo pensado y soñado por Allan Kardec, su ilustre fundador y codificador.

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